Prólogo de Federico Bertuzzi
FUE MIO EL privilegio y la bendición de conocer al autor cuando yo cursaba estudios teológicos en el Instituto Bíblico Buenos Aires. Él era nuestro profesor de Evangelismo Personal. Han transcurrido ya casi treinta años, pero queda en mi memoria el fresco recuerdo de haber tenido delante de nosotros a un varón de Dios que, con profunda humildad, piadosa devoción y ardiente corazón, nos enseñaba el arte de ganar almas para Cristo. Mi vida personal como la de muchos otros compañeros de aula fue enormemente enriquecida, motivada y desafiada por este verdadero siervo de Dios.
Cuando completé mis estudios y ya estaba como pastor al frente de la Iglesia Evangélica Bautista Nordeste, en una de nuestras primeras Conferencias Misioneras Anuales invitamos al pastor Robert como orador principal. Nos enseñó, sobre la base de las Sagradas Escrituras, que: «la suprema tarea de la iglesia es la evangelización de todo el mundo». Y no sólo nos desafió mediante la predicación, sino que nos desafió también a que lo demostráramos en la práctica, apelando a nuestros bolsillos.
En aquel momento, allá por 1976, éramos una iglesia que no superaba los sesenta miembros en comunión. El presupuesto se nos iba prácticamente en el sueldo pastoral, el alquiler del departamento donde vivíamos, literatura evangelística, energía eléctrica, y algunos otros gastos extras… a lo que se le sumaba tener que afrontar la edificación de la casa pastoral y la planta educativa, en la que nos habíamos embarcado como pequeña congregación. ¡No nos sobraba ni un solo centavo!
En reunión de diáconos ese sábado por la noche nos lanzó el desafío: ¿Por qué no comienzan a levantar las Promesas de Fe para la obra misionera?
—Y ¿cómo quiere que hagamos fue al unísono la inmediata respuesta de todos si ni sabemos cómo juntar los pesitos necesarios para cubrir nuestro actual presupuesto?
¿Cómo íbamos a proponer a la congregación, responsablemente, un nuevo rubro presupuestario cuando nos costaba tanto atender, mes a mes, lo que teníamos? Confieso que, en aquella noche, y luego de unos cuantos titubeos, fue más por no desairarlo que por convicción, que resolvimos aceptar la propuesta del predicador invitado.
Rápidamente para el día siguiente, domingo, se fotocopiaron las tarjetas de Promesas de Fe, y en la reunión de clausura se las repartió entre todos los asistentes. Se explicó su uso, cada uno que quiso la llenó y se recogieron en el momento. Hecha la suma no podíamos creerlo:
¡la cifra prometida ascendía a un monto equivalente al presupuesto mensual!
Así, sorprendentemente, de un mes al otro, comenzamos a recoger una importante ofrenda, dedicada con exclusividad a las misiones. Y año tras año, la congregación ha participado con gozo y constancia en el compromiso de la evangelización mundial, supliendo Dios siempre todas las demás necesidades locales.
Lo que el pastor Andrés Robert escribe en CONCIENCIA MISIONERA es una realidad que hemos podido experimentar a lo largo de tres décadas. Y la hemos visto repetir se en decenas de congregaciones en el resto de Iberoamérica. ¡Funciona!
Estoy profundamente agradecido al autor por haber escrito este valiosísimo libro, fruto de su experiencia ministerial de más de cuarenta años de próspera labor. Su contenido es auténticamente bíblico, inspiracional y práctico. Tomando en cuenta el creciente despertar misionero que estamos atravesando, no podría ser más oportuna su publicación.
¡Gloria al Señor por ello!
Federico Bertuzzi
Introducción
DESPUÉS DE HABERME preparado para servir a Dios en el Instituto Bíblico Buenos Aires (IBBA), y al comenzar mi primer pastorado, la lectura del libro Pasión por las almas, escrito por el Dr. Oswald J. Smith, revolucionó totalmente mi vida.
Como resultado del impacto que recibí por el mensaje de ese libro, sugerí y animé a los líderes de la Iglesia Central Bautista de Rosario a celebrar una conferencia misionera que se realizó en el mes de mayo de 1955.
Desde aquella fecha, por más de cuarenta años, en las iglesias que he pastoreado y en muchas otras que me han invitado a colaborar, he predicado y enseñado sobre la suprema importancia de la obra misionera mundial. Varios hermanos que han valorado con exagerada bondad este aspecto de mi ministerio, me han pedido que presentase en un libro los mensajes que he utilizado durante este período.
Tal es el contenido de este pequeño volumen. Con gusto lo he escrito con el deseo, la oración y la esperanza de que Dios se digne usarlo para despertar y estimular a cualquiera que lo pueda leer, y lo motive a involucrarse de lleno en la sagrada misión de llevar el evangelio de la gracia de Dios a toda criatura.
Y puesto que estamos en el inicio de un nuevo siglo, que este aporte contribuya especialmente para alcanzar a muchos grupos étnicos que nunca han oído ni siquiera el nombre de Jesús. La iglesia de Jesucristo se encuentra hoy en una posición inmejorable y con herramientas muy útiles y de largo alcance para concretar el empuje final de la evangelización del mundo.
Andres Robert
Por qué misiones
HACE DOS MIL años Jesucristo ordenó a sus discípulos a ir por todo el mundo y predicar el evangelio a cada ser humano. Un extraordinario trabajo ha sido realizado por miles de cristianos, obreros y misioneros durante estos casi veinte siglos que han pasado. La iglesia ha experimentado (especialmente en los últimos doscientos años) un recimiento sorprendente. Algunas estadísticas estiman que hay más de setecientos millones de cristianos evangélicos en el mundo actual.
Mediante el esfuerzo y trabajo de miles de iglesias y millones de cristianos, más el valioso aporte que hacen los modernos medios de comunicación y los adelantos tecnológicos, se puede decir que el evangelio ha sido redicado, prácticamente, en cada país de la tierra.
Sin embargo, todavía…
No sólo la tarea no se ha terminado; humanamente hablando, falta bastante para concluirla. Los cálculos más serios nos dicen que todavía es necesario plantar la iglesia en alrededor de ocho mil etnias (o sea, pueblos, tribus, lenguas y grupos humanos diferentes).
Es probable que de los 6.300 millones de habitantes que hoy componen la población del mundo, alrededor de dos mil millones (casi una tercera parte) nunca hayan escuchado el evangelio ni una sola vez de una forma razonable que les permita entenderlo, y aceptarlo o rechazarlo, en consecuencia.
¿Por qué?
Se ha dicho con razón que todo efecto obedece a una causa. ¿Cuáles son las causas que han impedido que se completara la evangelización del mundo en nuestra generación? ¿Se conocen las razones por las cuales este bendito plan aún no se ha podido concluir? ¿Es posible descubrir y conocer esas razones, a fin de corregir nuestro proceder y así acelerar el día cuando se alcance la meta que Cristo nos ha mostrado?
Lo que creemos
Entre las muchas causas que podrían señalarse desde distintos ángulos, hay algunas verdades muy sencillas, pero de suprema importancia de las que debemos tomar conciencia. En los capítulos de la primera parte consideraremos algunas. Concientizarse significa: tomar conciencia o conocimiento de ciertos hechos, verdades o realidades con el propósito de que produzcan cambios concretos en nuestro accionar.
La importancia de la evangelización mundial.
La obra misionera no es simplemente una cosa que la iglesia debería levar adelante: es su principal y más importante tarea. (Juan R. Mott)
La suprema tarea de la iglesia es la evangelización del mundo. (Oswald J. Smith)
La primera tarea que Jesús hizo después de resucitar; el único tema que ocupó su mente durante los cuarenta días que pasó con sus discípulos y la última cosa que mencionó antes de ascender al cielo, fue enseñar, exhortar y mandar el cumplimiento del plan divino de salvación. (A. R.)
Mi comida es que haga la voluntad del que me envió y que acabe su obra. (Juan 4.34)
LA SUPREMA IMPORTANCIA de la obra misionera mundial fluye espontáneamente a través de las páginas de la Biblia. Forma parte integral del plan de redención, por lo tanto, está asociada de manera inseparable a la persona y obra salvadora de Cristo. Tal importancia se podría probar de varias maneras: usando argumentación teológica, exponiendo algunas doctrinas, por la necesidad de la gente, mencionando algunos mandatos bíblicos, por el sentido común, etcétera. En esta ocasión quisiéramos de mostrar su importancia de una manera muy sencilla y gráfica. La misma consiste en observar cuál fue el lugar que Jesús le asignó dentro de la actividad que desplegó después de resucitar de los muertos. Señalar qué fue lo que Jesús pensó, habló e hizo durante esos cuarenta días que pasó con sus discípulos.
Intensa actividad
¿Qué hizo el Señor después de salir triunfante de la tumba? En Lucas 24 se nos ofrece gran parte de la respuesta a esta pregunta. El v. 1 comienza diciendo: «El primer día de la semana», y hasta el v. 49 nos relata uno tras otro los encuentros que tuvo con sus discípulos en aquel primer domingo. Añadiendo los pasajes paralelos de otros evangelios completamos un cuadro que por lo menos incluye los siguientes episodios: Se encontró con dos mujeres, quienes habiendo recibido el mensaje del ángel corrieron a dar las buenas noticias a los discípulos (Mateo 28.1-10).
Apareció a María Magdalena, la mujer de la cual había expulsado siete demonios (Marcos 16.9-11).
Caminó junto a los discípulos que, apesadumbrados y tristes iban a Emaús, y que, al conversar con Él, en primera instancia no lo reconocieron (Lucas 24.13-32).
Se entrevistó privadamente con Simón Pedro. Las Escrituras mencionan el hecho aun que no describen este encuentro (Lucas 24.33-34; 1 Corintios 15.5).
Y finalmente se les apareció a los once y otros que estaban con ellos «con las puertas cerradas por miedo de los judíos» (Lucas 24.33, 35, 36-49).
¡Cuán intenso y variado fue el programa que Jesús desarrolló en aquel primer domingo después de resucitar! Sin embargo, al llegar la noche y al encontrarse reunido por primera vez con sus discípulos, ¿qué fue lo que dijo? ¿Que estaba cansado? ¿Que no tenía ganas de hablar? ¿Pidió una cama para descansar? ¿Qué fue lo primero que hizo?
En varios evangelios se nos dice que con sus primeras palabras trató de tranquilizarlos: «Paz a vosotros», les dijo, pues estaban «espantados y atemorizados». Seguidamente les demostró que Él era el mismo que había muerto: «Mirad mis manos y mis pies», por que algunos dudaban y pensaban que veían un espíritu, y no al Jesús de carne y hueso que habían conocido antes. Para mayor confirmación les preguntó si tenían algo de comer, y le sirvieron un asado de pescado con «postre» de miel incluido.
Al concluir esta cuidadosa preparación, ¿cuál fue el tema que Él abordó en ese primer encuentro tan especial?
Lo primero que dijo
Sería lógico imaginar que, habiendo experimentado un sufrimiento tan terrible y una muerte tan dolorosa, el primer comentario de Jesús podría haberse referido a lo que sintió estando clavado en la cruz, cuando en el clímax de su dolor exclamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». Pero no habló de eso. O pensamos que podría haber querido comentar el comportamiento injusto de Pilato, quien como juez lo condenó a muerte descartando todas las evidencias que tenía, de que Jesús era un hombre justo y no debía morir. O tal vez podría haber querido referirse a la manera tan cruel como lo trataron los soldados romanos, que se jactaban de ser la quinta esencia de la corrección. Sin embargo, se ensañaron con Él, se burlaron, lo golpearon, lo escupieron, violando los más elementales derechos humanos de aquel entonces. Pero no, Jesús no habló de ninguna de estas experiencias, que probablemente nosotros hubiéramos mencionado en el caso de haber estado en su lugar. ¿Qué dijo entonces en ese excepcional encuentro? Notémos lo bien: la primera cosa que Jesús hizo, en aquel domingo en la primera ocasión que estuvo cara a cara con sus discípulos después de resucitar, fue repetir y explicar de nuevo en admirable síntesis aque llo que para Él era de primerísima y capital importancia, a saber:
El plan divino de salvación para el mundo (Lucas 24.45-49).
La evangelización del mundo (Marcos 16.15-16).
El plan misionero de Dios para todas las naciones (Mateo 28.18-20).
Y decimos repetir o explicar de nuevo por que el v. 44 dice: «Estas son las palabras que os hablé estando aún con vosotros». Fuera de toda duda, lo más importante para Jesús, después de su resurrección era que sus seguidores entendieran cabalmente el plan divino del cual, antes de morir, evidentemente había anticipado la parte referente a su muerte y resurrección (Mateo 16.21; 17.22-23), pero que desde ahora debía ser complementado con la proclamación de las buenas noticias a todas las naciones.
Dos hechos notables
¡Pero eso no es todo! En Hechos 1.1-9 Lucas hace dos declaraciones que confirman lo que estamos exponiendo. En el v. 3 dice que: «Después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándo les acerca del reino de Dios». Notemos cuál fue el tema principal de estos encuentros: ¡el Reino de Dios! Antes de morir había declarado: «Y será predicado este evangelio del Reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones [etnias], y entonces vendrá el fin» (Mateo 24.14). Durante su ministerio en sus prédicas y enseñanzas se había referido a la naturaleza, ética o plataforma del Reino (sermón del Monte, Mateo 5-7).
Los misterios y otras características del reino se consideran en la mayoría de las parábolas del evangelio de Mateo, que casi siempre comienzan con la frase: «El reino de los cielos es semejante a..». Pero ahora, según el contexto total de las palabras que pronunció después de su resurrección, es fácil deducir que se estaba refiriendo a la proclamación y extensión del reino por medio de la predicación del evangelio. Y para desarrollar tan importante tema, por así decirlo, dictó un curso que duró cuarenta días. ¿Nos imaginamos la impresión que podría producir un seminario o estudio de cuarenta días de duración, tratando con una sola materia dictada por un profesor como Jesús?
El otro suceso digno de destacar es que cuando estaba a punto de ascender al cielo y los discípulos le preguntaron si iba a restaurar el reino de Israel en ese tiempo, Él les contestó con las conocidas palabras de Hechos 1. 8.
Así confirmó lo que ya les había dicho antes: que recibirían poder cuando el Espíritu Santo viniera sobre ellos, y que ese poder, principalmente, les capacitaría para ser testigos de Él. Ese testimonio deberían darlo simultáneamente en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y «hasta lo último de la tierra». El pasaje continúa diciendo que «habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y lo recibió una nube que le ocultó de sus ojos» (v. 9), lo cual quiere decir que estas fueron las últimas palabras que Jesús pronunció sobre la tierra. Y ¿a qué se referían? ¡A la evangelización mundial!
Resumamos lo dicho: la primera tarea que Jesús hizo el primer domingo después de resucitar; el único tema que ocupó su mente y sobre el cual conversó con sus discípulos durante los cuarenta días que pasó con ellos; y la última cosa que mencionó antes de ascender al cielo, fue ordenar, repetir, explicar, enseñar, exhortar y mandar el cumplimiento del plan divino de salvación, es decir, que se predicase el evangelio a toda persona en todos los pueblos y naciones del mundo.
Contestemos sinceramente estas preguntas:
¿Nos queda alguna duda acerca del hecho de que para el Cristo resucitado la evangelización del mundo y la salvación de las almas era la prioridad número uno?
¿No es evidente por lo que hemos considerado, que este era el tema que continuamente llenaba su corazón? («de la abundancia del corazón habla la boca»).
Lo que era de capital importancia para Jesús, ¿no debería ser también lo más para nosotros, que somos sus discípulos?
Lo que era prioritario para Jesús cuando se despidió de sus discípulos y ascendió al cielo, ¿no será también de suprema importancia para Él, ahora que está sentado y reinando a la diestra del Padre?
¿Habrá cambiado de pensamiento?
¿Habrá cambiado de plan?
Una batalla de vida o muerte
Levantemos nuestros ojos de fe y contemplemos a nuestro gran Capitán y General en jefe. Escuchemos de nuevo cómo imparte las últimas instrucciones a sus oficiales escogidos en vísperas de una gran batalla. Por que, efectivamente, la proclamación del evangelio del Reino implica una gran lucha espiritual contra las fuerzas del infierno que tienen esclavizadas la mente y la voluntad de millones de hombres y mujeres. Es una batalla de vida o muerte, pues de la predicación de estas buenas noticias depende en gran parte el bienestar espiritual en esta vida, y el destino final en la otra más allá de cada ser humano.
Las órdenes e instrucciones que el Señor ha dado son claras, precisas y permanentes. No hay lugar para dudas ni ambigüedades. Sólo Jesucristo podía delinear en términos tan exactos e inconfundibles la Gran Comisión.
Tomemos conciencia como individuos y como iglesia, de la suprema importancia del plan divino para evangelizar el mundo.
La naturaleza del plan de salvación.
Y les dijo: «Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciera y que resucitara de los muertos al tercer día; y que se predicara en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas». (Lucas 24.46-48)
Es tan necesario que los hombres escuchen el evangelio, como fue necesario que Cristo muriera para salvarnos. (Autor desconocido)
Sólo Cristo puede salvar al mundo, pero Cristo no puede salvar al mundo solo. (Autor desconocido)
EN POCOS PASAJES de la Escritura el plan divino de salvación está expresado en forma tan clara y definida como lo tenemos en las palabras de Jesucristo citadas más arriba. ¡Qué síntesis extraordinaria se encuentra en él! ¡Qué magnífica sencillez en cada frase! Podría decirse que este trozo no necesita interpretación. Significa exactamente lo que dice. Al considerar su contenido tomemos nota de que, aunque se trata de un plan, se compone de dos partes muy diferentes.
Una parte se refiere a Cristo
«Fue necesario que el Cristo padeciera [muriera en la cruz] y resucitara». Sin estos hechos fundamentales no habría evangelio. Pablo confirma esta verdad cuando dice: «Además os declaro, hermanos, el evangelio […] que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Corintios 15.1,3-4). Por supuesto, esta declaración implica su encarnación, su vida santa e inmaculada, su ministerio terrenal, etcétera. Si Cristo no hubiera venido al mundo, no tendríamos ninguna salvación que proclamar.
Pensemos en estas opciones. Si Él hubiera descendido a la tierra, pero no hubiera vivido una vida intachable, no habría podido llevar nuestros pecados sobre la cruz. Si hubiera vivido una vida perfecta y sólo nos hubiera dejado el sublime sermón del Monte, sus maravillosas parábolas y sus benditas enseñanzas, y se hubiera ido al cielo sin morir por nosotros, tampoco habría perdón de pecados. Y algo más, si hubiera ofrendado su vida en lugar de nosotros, cargando con nuestros pecados, pero no hubiera resucitado, tampoco tendríamos ninguna buena noticia que dar al mundo.
Pero, ¡gloria a Dios!, todo lo que estaba escrito de Él en el Antiguo Testamento se ha cumplido (v. 44). Jesucristo vino a la tierra, vivió una vida perfecta y santa, no sólo a los ojos de los hombres, sino también a la vista de Dios. Predicó las buenas noticias de un Padre que nos ama, sanó a los enfermos y libertó a los que estaban esclavos del poder del pecado y del diablo. A su debido tiempo enfrentó la cruz y murió «el justo por los injustos para llevarnos a Dios». Aun antes de expirar en la cruz proclamó: «Consumado es» —la salvación para el género humano estaba lograda—. Dios puso su sello de aprobación sobre esta asombrosa obra de gracia y lo resucitó de los muertos. ¡Qué maravilloso! Después de transcurridos casi cuatro mil años, lo que Dios había planeado, previsto y prometido se cumplió. ¡Hay salvación, perdón, limpieza, liberación del poder del pecado, comunión y paz con Dios, el derecho de ser sus hijos, la posesión de la vida eterna, la entrada en el Reino de Dios! Todo esto y mucho más, Dios lo hizo en Cristo y por medio de Cristo a nuestro favor, y está al alcance de cualquier persona que se arrepienta de sus pecados y crea en Él. Es una «gran salvación» imposible de describir o expresar en palabras. Pero, ¿es esto todo? ¿Terminó aquí el plan? ¿No hay nada más que hacer? ¡De ninguna manera!
Plan divino de salvación (Lucas 24.46-49).
La otra parte se refiere a «vosotros»
En el mismo párrafo en el que Jesús describió lo que le correspondía hacer a Él en este plan, también añadió que era: «Necesario […] que se predicara en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones» (v. 47); y sin interrumpir su declaración dijo quiénes debían llevar a cabo esta tarea: «Vosotros -refiriéndose a sus discípulos— sois testigos de estas cosas» (v. 48).
¿Cómo? Por el «poder del Espíritu Santo».
¿Dónde? «En todas las naciones» (etnias) de la tierra.
¿A quiénes? «A toda criatura».
Es inconcebible pensar que Dios, que planeó y preparó durante cuatro milenios (más aún, desde la eternidad) la venida al mundo de su propio Hijo, y la obra expiatoria que Él realizó en la cruz, no haya diseñado con igual cuidado la proclamación de este maravilloso evangelio a todo el género humano.
Dios no se olvidó ni se equivocó. Jesús —Dios encarnado— dedicó tres años intensos a la preparación y capacitación de sus discípulos. A ellos los escogió y designó para cumplir esta parte importantísima del plan divino.
Habiendo llegado la hora, no vaciló en señalar a ese puñado de seguidores: «Vosotros» (y todos aquellos que han de creer por medio de vosotros) sois los comisionados divinamente para proclamar estas buenas noticias por toda la tierra».
«Vosotros» —eran los discípulos a los cuales estaba hablando.
«Vosotros» —eran los primeros miembros de la iglesia en formación.
«Vosotros» —eran nuestros representantes en aquella primera hora, pues tal como estaba anunciado, no sotros a su tiempo llegaríamos a creer en Cristo por la palabra de ellos o de sus descendientes (Juan 17.20).
Ellos eran, entonces, los encargados —según la sabiduría divina— de predicar las buenas noticias del perdón hecho posible por Cristo, bajo las dos razonables condiciones de arrepentimiento y fe.
¿En qué consiste la naturaleza del plan?
La respuesta a esta pregunta es simple: que el plan divino, según hemos estado considerando, se compone de dos partes. Y estas dos partes es tán unidas de tal forma que no se pueden se parar, sin que el plan se deteriore en gran manera. Y precisamente esto era lo que los discípulos debían entender claramente. Y la vital importancia de la relación que existe entre estas dos partes del plan es lo que las iglesias y los cristianos del día de hoy debemos comprender para actuar en consecuencia.
¡Hay salvación! ¡Gloria a Dios! Pero debemos proclamarla. Debe ser anunciada. ¡Es necesario comunicarla a todas las naciones (etnias, pueblos, tribus, lenguas)! En otras palabras, lo que muchos cristianos parece que nunca han captado, o han perdido de vista, es que la proclamación del evangelio no es un agregado opcional: es una parte insustituible del plan de Dios. No es algo que se deja librado al azar. Jesús dijo que «era necesario», tanto la parte que le concernía a Él como la que correspondía a los discípulos.
Tal vez algunos ejemplos pueden ayudarnos a entender la seriedad de este punto. Supongamos que un rey o presidente de un país firme un indulto a favor de un criminal que va ser ejecutado hoy a las doce de la noche. Lo pone en las manos de un mensajero y le ordena llevarlo inmediatamente a la cárcel. Este lo recibe, pero en vez de cumplir con su deber, se distrae, se ocupa de asuntos personales, y llega a la prisión con el indulto a la una de la madrugada, o sea una hora después que el reo ha sido ejecutado. ¿Para qué sirvió el indulto en tal caso? ¡Para nada! O tal vez sería mejor decir que ya no sirvió para salvar la vida del condenado aun que sí para condenar la conducta negligente del mensajero. O imaginemos que fuera descubierta una vacuna efectiva para el cáncer o el sida —estos dos flagelos que tanto están azotando a la humanidad—, pero que nadie se enterara que tal vacuna existe. O peor todavía, que algún laboratorio o algún país la tuviera en su poder, y no la compartiera con la población enferma y necesitada. Tal descubrimiento no sería de ninguna utilidad para los enfermos.
De la misma manera, ¿qué valor puede tener el sacrificio de Cristo para millones de seres humanos que no saben que el Salvador murió por ellos? Muchos ni siquiera saben que es el Hijo de Dios, y menos aún que vino a la tierra para salvarlos.
Volvamos a las ilustraciones del indulto y la vacuna. El pecado es un delito terrible contra el Dueño del universo, y merece y recibirá el castigo ya establecido, que es la muerte eterna. Pero hay un indulto: ¡debemos comunicarlo y a tiempo! El pecado es una enfermedad espiritual mil veces peor que el cáncer o el sida (estas sólo pueden afligirnos en esta vida).
Pero hay un remedio: «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado». ¡Todos deben saber quién es Jesús, conocer el remedio que nos ofrece y tener la oportunidad de recibirlo!
Un plan perfecto
Cristo cumplió perfectamente su parte en el plan de Dios. Como Él lo dijo, era una parte necesaria. Ningún ser humano podría haber la realizado. ¿Vivir una vida inmaculada? ¿Morir por los pecados de otros? ¿Resucitar de entre los muertos? ¡Sólo Cristo podía hacer esto, y lo hizo!
La iglesia —el cuerpo de Cristo en la tierra— de la cual forman parte todos los cristianos nacidos de nuevo, debe —según la sabiduría y la voluntad de Dios— llevar a cabo la parte que le ha sido asignada en el plan. Según las expresiones de Cristo, esta parte también «es necesaria», y se nos ha encargado a nosotros que somos sus discípulos. Cristo no volverá otra vez a la tierra para cumplirla. Tampoco enviará desde el cielo un millón de ángeles para anunciar el evangelio. «Vosotros sois el pueblo escogido para realizar la proclamación». ¡Cuán maravilloso y perfecto es el plan de Dios! Nos dice con claridad quién es quién, y qué es lo que le corresponde hacer a cada uno. Es un plan sabio y razonable.
¿Quién sino Cristo podría proveer salvación perfecta y eterna? No hay otra persona como el Dios-hombre ni en el cielo ni en la tierra. Él era el único que podía hacerlo, y lo hizo. ¿Y quiénes sino aquellos que han gustado el amor y el perdón de Dios son los servidores ideales para llevar estas buenas noticias por todo el mundo? Dios nos ayude como a los primeros discípulos (ver Lucas 24.45) a entender y poner por obra esta gran verdad. Si nosotros no lo hacemos, ningún otro lo hará.
Las multitudes no evangelizadas.
Al ver las multitudes tuvo compasión de ellas, porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. (Mateo 9.36)
Al salir Jesús, vio una gran multitud, tuvo compasión de ellos y sanó a los que de ellos estaban enfermos. (Mateo 14.14)
Mientras haya millones de seres humanos todavía destituidos de la palabra de Dios y el conocimiento de Jesucristo, me será imposible dedicar mi tiempo y energías a aquellos que ya disfrutan de ambas cosas. (J. L. Ewen)
¡Cuántos hombres aún entre sombras! ¡Cuántos pueblos lejos de su luz! (Néstor García)
MATEO, MÁS QUE los otros escritores de los evangelios, destaca la importante relación y contacto que existía entre Jesús y las multitudes de su tiempo. Algunas concordancias registran esta palabra o sus derivados más de cuarenta veces en su libro. La actitud de Jesús era clara e inconfundible: vio las multitudes y su desesperante condición espiritual, sintió compasión por ellas, y actuó decididamente para suplir sus necesidades. Mandó a sus discípulos que rogaran pidiendo más obreros, sanó a los enfermos, multiplicó los peces y panes para alimentarlas, envió a sus discípulos a proclamar el Reino en las poblaciones donde vivían.
También a través de estas actividades procuró transmitir a sus discípulos su visión, compasión y acción. El relato de las ocasiones en las cuales multiplicó los panes aparece seis veces en los cuatro evangelios, y casi en cada ocasión Jesús ordenó a sus seguidores que le dieran de comer al pueblo allí reunido. Los discípulos en todos los casos mostraron la tendencia muy humana de eludir la responsabilidad. Jesús tenía y tiene interés en las multitudes, y su voluntad es que sus seguidores sientan lo mismo que Él. Los historiadores estiman que cuando Jesús dio la orden de proclamar el evangelio a todas las etnias de la tierra, el mundo del primer siglo tendría entre doscientos y doscientos cuarenta millones de habitantes. Hoy las multitudes se han acrecentado de tal manera que llegan a la cifra de 6.300 millones, o sea una cantidad casi treinta veces mayor. Confrontando el claro mandato de Cristo con el mapa del mundo, y tomando conciencia de los millones de personas que llenan la tierra, nos preguntamos: ¿cómo estamos en relación a la tarea que se nos ha encomendado? ¿Cuál es la situación actual?
La tarea realizada
Es indiscutible que a lo largo de estos veinte siglos que han transcurrido la iglesia de Cristo ha realizado una gigantesca tarea que sólo la eternidad podrá revelar en su verdadera magnitud. Las Escrituras y la historia nos informan del glorioso comienzo en el día de Pentecostés y de cómo el evangelio se extendió triunfalmente por Judea y Samaria, y luego por el Asia Menor y Europa, a tal punto que muchos opinan que se llegó hasta los límites del mundo conocido de aquel entonces.
También sabemos que poco después del año 300 d.C., una jugada maestra del enemigo, usando al emperador Constantino, convirtió al cristianismo en la religión del estado, haciendo cristianos «por decreto», y como resultado de esta medida la iglesia se llenó de paganos, y como era lógico esperar, perdió la visión misionera y el fervor evangelístico se frenó. Como bien dijo el Señor en la parábola de la cizaña y el trigo: «Un enemigo ha hecho esto». Si bien es cierto que a través de los tiempos Dios siempre ha tenido sus testigos y siervos fieles, también es verdad que en general la iglesia perdió el empuje misionero de sus primeros años, y su avance y actividad sufrió un largo paréntesis.
Fue recién a partir del siglo XVIII por medio de siervos como Guillermo Carey, Hudson Taylor, Adoniram Judson, Carlos Studd y un ejército de hombres y mujeres como ellos, que el pueblo de Dios comenzó a despertar y a recobrar su dinámica misionera.
Desde entonces ha venido realizando un trabajo extraordinario.
Gracias a Dios
Es justo que hagamos una pausa en este relato y demos gracias a Dios por todo el esforzado trabajo que, por su gracia, se ha podido hacer y se sigue realizando hasta este momento:
Debemos dar gracias a Dios por los millones de cristianos que -prácticamente en todas las latitudes—alumbran con su luz sobre las densas tinieblas de este mundo.
Demos gracias por las miles de iglesias evangélicas situadas en la mayoría de los países del mundo, a través de cuyos miembros, cada día el testimonio de Cristo es anunciado a pequeños y a grandes.
Agradezcamos a Dios por los miles de misioneros pioneros, que, dejando su patria, trabajo, hogar, etcétera, han ido a lugares lejanos a levantar la bandera de la cruz.
Debemos agradecer a Dios por el numeroso ejército de pastores, evangelistas, maestros, obreros laicos, diáconos, etcétera, que cada semana están predicando y enseñando que Cristo es el único camino a innumerables niños, jóvenes, adultos y ancianos en todo el universo.
Demos gracias a Dios por las numerosas entidades de servicio y agencias misioneras que ayudan y complementan el ministerio de las iglesias.
Agradezcamos a Dios por los miles de seminarios, institutos y escuelas bíblicas, y centros de capacitación transcultural que constantemente están preparando obreros para las más variadas necesidades de la mies.
No debe faltar nuestra gratitud a Dios por las numerosas sociedades bíblicas, que junto con las misiones que traducen las Escrituras, logran poner al alcance de los habitantes de grupos étnicos diferentes, los evangelios, selecciones bíblicas, Nuevos Testamentos y Biblias, sin los cuales la evangelización sería imposible.
Y cómo no dar gracias por las innumerables audiciones y programas de radio y televisión que durante las veinticuatro horas surcan el aire en todas las direcciones de los cinco continentes con el mensaje de vida y esperanza.
No dejemos de agradecer a Dios por las toneladas de folletos, mensajes impresos, periódicos, revistas y todo tipo de literatura que cada día se imprime y reparte personalmente, procurando esparcir las buenas noticias del perdón y la salvación.
Demos gracias también por todos los medios que escapan a nuestro análisis, pero que tal vez vienen a la mente del lector al leer estas líneas.
Sí, alabado sea Dios por todo esto y mucho más que se ha hecho y se hace para que se cumpla el deseo divino de que «todos los hombres [y mujeres] sean salvos y vengan al
conocimiento de la verdad». Muchos son esfuerzos conocidos y otros muchos son ignorados. Su dimensión y alcance es, materialmente, imposible de medir y describir.
Sin embargo…
A pesar de todo el trabajo y esfuerzo realizado, hay una realidad imposible de ocultar y es que todavía hay miles de pueblos y millones de hombres y mujeres que desconocen totalmente el mensaje del evangelio. Como ya hemos dicho, la población del planeta Tierra asciende a 6.300 millones de habitantes y las estadísticas más conservadoras nos dicen que alrededor de la tercera parte de esa cifra (unos dos mil millones) compuesta por ocho mil grupos étnicos distintos, es decir «naciones» según el lenguaje de Jesús, todavía esperan escuchar las buenas noticias del amor de Dios por primera vez. Tomemos como ejemplo a la India, ese tremendo coloso del Oriente que como bien se ha dicho, más que un país parece un continente. En la actualidad suma más de 1.100 millones de habitantes y su población crece a razón de diecisiete millones por año, o sea que cada dos años produce una población semejante a la de la Argentina (que tiene treinta y siete millones). Ningún país del mundo exhibe una diversidad y concentración tan grande de grupos humanos no alcanzados. Un estudio realizado recientemente identificó 4.635 etnias distintas. Se estima que, en tres mil de ellas, sólo cien cuentan con una minoría cristiana establecida. La nación se subdivide en veinticinco estados y siete territorios, y a lo largo y a lo ancho de ese país existen setecientas mil aldeas, pueblos y ciudades. Hay solamente una iglesia cada dos mil de estas poblaciones.
La India es un país democrático, donde actualmente hay libertad para comunicar el evangelio. Pero grandes son sus multitudes, y grande es su necesidad. Es como un botón de muestra de los apremiantes desafíos que se presentan en muchos otros frentes, tales como:
América latina, con más de ciento cincuenta tribus que todavía esperan el encuentro con los primeros misioneros pioneros (están en Brasil, el sur de Colombia y Venezuela, en las selvas del Perú, México, etcétera).
Norte del África, con los resistentes y agresivos pueblos musulmanes.
Centro del África, muchas tribus y etnias donde la iglesia aún no ha sido establecida.
China, a pesar del crecimiento experimentado por la iglesia, numerosos grupos étnicos permanecen no alcanzados.
Las islas del Pacífico, todavía que dan muchas islas sin un claro y permanente testimonio.
Eurasia, numerosos grupos étnicos emancipados de la ex Unión Soviética son como un campo blanco que necesita ser cosechado con urgencia.
El dicho popular: «Ojos que no ven, corazón que no siente» expresa una gran verdad. Jesús vio y sintió. El cuerpo de Cristo en la tierra hoy debe despertar. Ver —esto es conocer, investigar, descubrir, tomar conciencia— los numerosos grupos étnicos que suman millones que aún no han recibido el mensaje. Y si siente la compasión que Jesús sintió debe movilizar todas sus fuerzas para cumplir con el divino imperativo: ¡Id a todas las naciones!
¡Dadles vosotros de comer!
Hay Pan de vida en abundancia.
La gravedad y la urgencia de la situación actual.
A menos que toda la iglesia sea movilizada, no es probable que la totalidad del mundo sea alcanzada. (John Stott)
¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? (Romanos 10.14)
¿Por qué deberían algunos escuchar el evangelio dos veces, cuando millones de personas no lo han escuchado ni una sola vez? (Oswald J. Smith)
CON TODA SEGURIDAD los números y las estadísticas que con relación a la obra misionera nos impresionan y a veces nos atemorizan, no proporcionan más que una idea muy limitada de la real necesidad espiritual de millones de personas que nunca han gustado las bendiciones de la salvación que hay en Cristo.
Algunos preguntan: ¿Por qué preocuparse tanto por ir a predicar el evangelio a los paganos? La respuesta a esta pregunta la dio Jesús a los que lo criticaban por juntarse con los pecadores más necesitados. Y fue una respuesta muy simple. Dijo: «Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos» (Lucas 5.31). Si los paganos no están afectados por la terrible enfermedad del pecado, si no viven lejos de Dios, si no están sumergidos en un lodazal de maldad, injusticia, desesperación y sufrimiento, naturalmente no deberíamos ir a ellos. Pero el solo hecho de que desconocen al verdadero Dios —autor y fuente de la vida— es la razón principal por la cual necesitan ser alcanzados. Estos millones de hombres y mujeres están enfermos y sufren física, social, moral y, sobre todo, espiritualmente. El Señor Jesús desea derramar el aceite y el vino de su gracia sobre ellos para sanar sus dolores y heridas producidas por el pecado y concederles el don de la vida eterna. La primera razón general y muy grave es que son pecadores y necesitan un Salvador. Pero la gravedad y urgencia de la necesidad de esta parte de la humanidad que aún no ha sido alcanzada con la verdad salvadora se agrava y acrecienta por otros dos motivos.
Primero: ellos hoy no podrían ser salvos
Nos referimos principalmente a los ocho mil grupos étnicos que suman millones de personas y afirmamos que, aun que hay salvación, las personas que pertenecen a estos grupos, no podrían ser salvas hoy, aunque lo quisieran. ¿Qué estamos diciendo? ¿Es posible hacer una afirmación semejante? ¡Tal declaración parece una herejía! Efectivamente, se ha dicho que una herejía es una pequeña distorsión de la verdad. Y la verdad es que hay salvación, por que Cristo en la cruz consumó la redención para todo ser humano. Pero la deformación se produce porque se pasa por alto el hecho de que para que esta gloriosa verdad salve un alma, la misma debe ser comunicada, predicada, proclamada. Y la triste realidad que enfrentamos hoy es que, a pesar del tiempo transcurrido, y de todo el avance logrado en muchos frentes, en la mayoría de los grupos étnicos mencionados:
No hay proclamación del evangelio.
Los misioneros pioneros todavía no han llegado a esos grupos. Entre ellos no hay testigos que vivan a Cristo y esparzan a su alrededor «la luz del mundo» que puede indicar el camino a la vida.
El dialecto o lenguaje de la mayoría de estas etnias todavía no se ha escrito; por lo tanto, no se ha traducido ningún evangelio o porción bíblica que pueda facilitar la evangelización. Por estas y otras razones entre estos pueblos no hay evangelización, ni discípulos, ni iglesia que pueda crecer y expandirse en la comunidad.
Como se podrá apreciar, la condición y necesidad de estos pueblos presenta un vivo contraste con los de cualquier país de América latina. ¿Por qué? Por que, en la mayoría de los pueblos de nuestro continente, una persona preocupada por su bienestar espiritual puede acudir a un templo evangélico en su localidad o en alguna población o ciudad cercana. Allí puede preguntar por un pastor o un cristiano que le muestre el camino a Cristo. O puede sintonizar una radio y escuchar numerosos mensajes que con los idiomas principales se irradian a toda hora, y enterarse de lo que significa la salvación y cómo recibirla. O tal vez puede leer algún mensaje escrito o ejemplar del evangelio que algún compañero de trabajo le entregó o recibió en una plaza en una reunión al aire libre, y al cual anteriormente no le dio importancia. Pero ninguno de estos medios está al alcance de los integrantes de miles de etnias, hasta hace poco denominados «pueblos escondidos». Y la razón es evidente: entre ellos no hay templo, ni iglesia, ni pastor o evangelista o cristiano, ni Nuevo Testamento, Biblia ni literatura. Es probable que haya entre ellos muchos Cornelios clamando al cielo por ayuda, pero los Pedros modernos que el Espíritu Santo está llamando todavía no han llegado a esos lugares. ¿Cómo van a creer en Cristo, si nunca han oído hablar de Él? Miles de personas están muriendo cada día, que nunca han escuchado del amor de Dios. Y como alguien ha dicho: «Las almas que mueran hoy no podrán escuchar mañana».
Segundo: la despareja e injusta distribución de obreros
Si hoy en el mundo hay unos doscientos mil misioneros (las estadísticas varían), el 93 por ciento de esa cantidad sirve en zonas o países en los cuales la iglesia ya está plantada, y sólo un siete por ciento trabaja en campos vírgenes, procurando evangelizar a quienes nunca han oído de Cristo. Que haya pocos obreros —como dijo Jesús— es un hecho misterioso, doloroso y triste. Pero, que además esos pocos no estén donde la necesidad es mayor y más apremiante, lo es más aún. ¿Será por que en algún tramo del camino recorrido no se ha tenido en cuenta el mapa de ruta que nos indica las zonas que se deben alcanzar si multáneamente? (Hechos 1.8). ¿O hemos hecho oído sordo a la voz del Señor de la cosecha —el divino ejecutivo de la Deidad, quien ha venido para dirigirnos y guiarnos? (Apocalipsis 2.7, 11, 17). ¿O tal vez nunca hemos tenido la visión del varón indígena o árabe, que, como representante de miles de pueblos, con el inconfundible lenguaje de su ignorancia, superstición, adoración de ídolos y demonios, tristeza, pánico y dolor nos está diciendo: «¡No se guarden el Pan de vida sólo para ustedes! Nosotros también tenemos hambre y ¡necesitamos de un Salvador»?
La dirección correcta
Es necesario comprender que toda iglesia local tiene obligatoriamente una misión universal. Esto no es un asunto optativo; no depende de la voluntad de los líderes, ni de los planes o resoluciones de la congregación, ni del libre albedrío de los creyentes. Es un claro mandamiento del Señor, que fijó precisamente sus alcances: «Id y haced discípulos a todas las naciones». Una iglesia sin una visión mundial hace traición a su propia finalidad misionera. La iglesia que sólo piensa en sí misma, y se limita exclusivamente a su propio redil y a su propio territorio, o a lo sumo, a un relativo interés en las misiones nacionales o domésticas, no está identificada con el verdadero sentido de un evangelio que no reconoce fronteras.
Así como la aguja imantada de la brújula siempre señala el norte, Cristo, la Biblia y el Espíritu Santo, siempre apuntan a las regiones más allá:
Vamos a los lugares vecinos para que predique también allí, por que para esto he venido (Marcos 1.38).
Tengo, además, otras ovejas […], a esas también debo atraer y oirán mi voz (Juan10.16).
Id por todo el mundo […] A todas las naciones […] Hasta lo último de la tierra (Marcos 16.15; Lucas 24.47; He chos 1.8).
Porque así nos ha mandado el Señor, diciendo: «Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra» (Hechos 13.47).
Me esforcé a predicar el evangelio, no donde Cristo ya hubiera sido anunciado […] sino como está escrito: «Aquellos a quienes nunca les fue anunciado acerca de él, verán; y los que nunca han oído de él, entenderán» (Romanos 15.20-21).
A semejanza de los antiguos hijos de Isacar, que el rey David tenía a su disposición porque eran «entendidos en los tiempos, y sabían lo que Israel debía hacer, cuyas órdenes seguían todos sus hermanos» (1 Crónicas 12.32), desde hace más de veinte años, Dios ha levantado un puñado de siervos —estadistas misioneros— que han estado haciendo flamear la bandera de los pueblos no alcanzados. Tal prédica, como si fuera una luz roja, señala el peligro y el error que cometemos al descuidar esta parte tan importante de la humanidad, y nos exhorta a completar la Gran Comisión que nos ordena ir hasta lo último de la tierra.
¿Estaremos dispuestos a obedecer estas advertencias y hacer nuestra parte para evangelizar los millones que todavía no han oído el bendito mensaje?
NOS LLAMA A EXTENDER SU REINO
El Señor que salvó nuestras almas,
Quiere al mundo dar su redención.
Hasta el fin de la tierra llevemos
Su mensaje de perdón.
CORO
Nos llama a extender su Reino,
A ser testigos de su amor.
Ya vamos listos a extenderlo,
¡Con valor y juvenil fervor!
Cuántos hombres aún entre sombras,
¡Cuántos pueblos lejos de su luz!
Nuestras vidas irán a alumbrarlos
Con la antorcha de su cruz.
Nuestras fuerzas y todos los dones
En su Reino Él quiere utilizar.
A través de nosotros desea
A los hombres libertar.
Si hasta otros llevamos su Reino,
En nosotros Él debe imperar.
Oh, Señor, muestra en nuestras vidas
Tú potencia sobre el mal.
LETRA: Néstor R. García
MÚSICA: Demetrio Miciu